MIS TRABAJOS Y DÍAS

ESAS PIERNAS, ESOS PIES QUE SON DE ELLA, QUE SON MÍOS. Imágenes y texto por Amilcar Moretti

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En una mujer que no reconoce la sensualidad de sus pies, pies que la tienen y siente, algo falla, una suerte incompleta, una serie que no acaba. Eso, no acaba. O no empieza. Orgasmea de modo rústico, tal vez demasiado centralizado en los genitales y pezones. Le mencioné a la joven los pies femeninos como objetos centrales de fetichismo. Lo subestimó: “Igual”, repitió, “no me gusta”. Algo me recorrió y supe que era temor, el miedo de ella a  lo que sus pies, sus uñas pintadas cuidadosamente podían producir, no en mí sino en ella.

Escribe AMILCAR MORETTI

 

          La fascinación por las piernas de mujer ejercida sobre los hombres es tan antigua, pienso, como la construcción de la primeras civilizaciones y culturas, entre nosotros en las regiones indoeuropeas originales. Pienso también que esa atracción funcionó entre mujeres: ellas admiraron y desearon -desean- piernas femeninas. Ahora Ellas -las piernas de mujer- no solo fueron un conocido afán del cineasta francés Francois Truffaut, que al parecer las reconocía y disfrutaba por su caminar, su taconeo en las aceras. Las piernas de mujer siempre han ejercido como fetiche erótico y amatorio, desde la base, los pies, hasta las pantorrillas y los muslos, hasta el vientre y poco más allá, que es otro tema amatorio. Las piernas de los hombres, sin duda fuertes desde los guerreros aqueos que sitiaron a los troyanos, suponemos hicieron efectiva y cumplida la arrolladora posesión que, como fantasía, es posible siempre también haya completado algún repliegue dentro de la imaginación erótica femenina. Un muslo de Agamenón puede ser un símbolo fálico. Lo es.

 

                            Tiempo atrás hubo un suceso con una de mis modelos fotográficas. En un momento tomé uno de sus pies para registrar una imagen-contraste con mi mano, más fuerte-añosa-quemada por el sol, articulada con alguna musculatura producto de los guantes y la bolsa de box. Ella mostró cierta incomodidad, una vibración apenas. En mis sesiones suelo usar mi mano izquierda para apoyar en el cuerpo de las modelos, con la derecha sostengo firme la cámara apoyada en el pómulo. Busco esa mencionada tensión entre la nervadura de la experiencia del tiempo en mi piel y la vulnerabilidad blanca de la tersura de una chica joven. Tengo muy presente la situación: le pregunté qué le ocurría. Movió su rostro con gusto a desagrado y dijo: “No me gustan los pies”. Ciertamente, ella no tenía pies feos. “Están en contacto con el piso, con la suciedad, arrastran todo”, argumentó. Expuse reparos, hablé de la belleza de un pie de mujer, reconocí la posesión de cierto polvo o suciedad- Hice el balance de que pesa más la sensualidad fetiche que el apoyo en el suelo. Además, está el agua y el jabón.

          No abundé en la forma de caminar, de flexionar los pies, de deslizarse, de ondularse más arriba y establecer a veces un ritmo calculado en la sucesiva anteposición de los pies. En una mujer que no reconoce la sensualidad de sus pies, pies que la tienen y siente, algo falla, una suerte incompleta, una serie que no acaba. Eso, no acaba. O no empieza. Orgasmea de modo rústico, tal vez demasiado centralizado en los genitales y pezones. Le mencioné a la joven los pies femeninos como objetos centrales de fetichismo. Lo subestimó: “Igual”, repitió, “no me gusta”. Algo me recorrió y supe que era temor, el miedo de ella a  lo que sus pies, sus uñas pintadas cuidadosamente podían producir, no en mí sino en ella. Lo que sus pies podían movilizar en mí y cómo manejar eso que está en mí pero es de ella. Entonces, la apelación a la suciedad. Dejé suceder la decepción y le refiero que en la religión cristiana tienen los pies un sentido central alegórico, con significado de humildad y hasta humillación: el Papa lava los pies de los feligreses, como Cristo en sus travesías. La calma-masaje del agua tibia en los pies cansados. Ella se alejó, tomó distancia.

               Después, al rato culminó el ciclo: pidió retirarse de la sesión. Abrí las puertas y huyó. Pronunció con vergüenza un último pedido de ayuda, o excusa. Me acusó preguntándome: “Vos no vas a volver a llamarme”. “Vos no vas a volver a venir”, respondí seguro. No fue así, la historia continuó tiempo después, pero ya la confusión era irremediable, y sus resistencias solo tenían como contraparte mi desgano.

Imagen compuesta por AMILCAR MORETTI en marzo del 2024. BUENOS AIRES.

        Las sandalias franciscanas, las de los antiguos griegos y romanos. O griegas y romanas. En Asisi, en Perugia. La Umbria, Italia, donde está el templo de San Francisco y los frescos de Giotto en sus paredes, he recordado más de un suspiro de numerosas mujeres bellas, maduras y treintañeras, al paso de los monjes franciscanos jóvenes, con sus túnicas marrones y la soga atada a la cintura, más sus clásicas sandalias. Creo que en algún momento algún malicioso fotógrafo los tomó como modelos con la razón-pretexto de incrementar los ingresos de la orden. Asís, la ciudadela, es bella, calma, serena y hermosa, salvo por los turistas. Sus callejuelas adoquinadas y onduladas, según recuerdo. En setiembre, al comienzo del tibio otoño italiano, pude pensar en residir allí. Todo un lujo, un sueño, tal vez demasiado silencio, desbordado silencio, una fantasmática de tranquilidad para pocos, elegidos, o residentes habituados. Por el 200 y pico d.de C.  Asisi ya estaba en pie, rústicamente, como la concepción de sus pies por parte de mi modelo extrañada.

Imagen compuesta por AMILCAR MORETTI en marzo del 2024. BUENOS AIRES.

                   Y de regreso al centro, las piernas de mujer, sus muslos, sus pantorillas, sus pies, sus uñas pintadas, sus extremidades enjoyadas. No solo es el valor fetiche. Es la ternura, la suavidad, tersura, fragancia. Tibieza de recostar la cabeza entre los muslos y el cuello sobre el pubis, la humedad de la profundidad vaginal en el cuello, los hombros. Después de media hora, la humedad. El amor es húmedo. Es amor es mojado. Ese sudor peculiar y aromático entre la nuca del hombre apoyado en la entrepierna de la mujer que deja calor, moja. ¿Es un fetiche? No, un goce. Un disfrute para pocos, refinados, amantes, queridos, gozados. Despertar allí cuando en verano ha pasado el primer atardecer y el sol se refugia en la línea lejos es algo que se experimenta con nostalgia, se lo disfruta y ya se lamenta que desaparece en instantes. Un soplo, otro soplo de la vida, como el gardeliano. Es probable que no quede nada, que nadie sepa lo que se sintió. Que todo se olvide. Todo quedará   olvidado y nunca nadie sabrá nada, nada de nada.

 

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