MAL PRESENTE Y MAL FINAL, DESASTRE. DIGO, SANGRE. Silenciosamente irrespirables, pero perceptibles, en Argentina se hacen cada vez más notorios, por desborde involuntario, el temor y el descontento en la mayoría del 51% que hace año y medio sufragó por las políticas nacionales aplicadas por el electo. Mientras, en el 49% de opositores en proporciones intermitentes se reproducen colosales concentraciones de protesta y a la vez grises desalientos y deserciones limítrofes también con el abismo. Pero lo destacable y novedoso es que amplísimas porciones del 51% oficialista de aquel diciembre del 2015, aunque sin reconocimiento del error cometido y sin explicitaciones de argumentos claros, tocadas por los ajustes, desventajas y carencias que desearon para otros más débiles, sienten y viven desde hace ya un tiempo en la incertidumbre, el miedo y la sospecha, percepción o evidencias de que nada marcha bien y de que ha de terminar mal, muy mal, digo, un colapso social mortífero. El drama. Más preciso aún, fúnebre, digo, lo trágico. La Muerte, de algo o de muchos.
Escribe
AMILCAR MORETTI
Todo ha de terminar mal. Ya huele mal, se percibe un clima colectivo de silencio que suele aparecer cuando se imagina algo muy malo, innombrable, por ocurrir en tiempo inminente. A lo largo de mi vida he sido testigo y vivido dos y tres veces circunstancias semejantes a las de hoy en Argentina. Todas concluyeron en desastres. En nuestra nación argentina, claro está, ya es notorio un silenciado malestar general, no expresado del todo, no dicho de modo claro, no confesado en palabras. Se advierte en gestos y silencios una riesgosa acumulación de presión social individual y colectiva que, al no encontrar vía de escape o aliviamiento, de modo previsible permite suponer un final desastroso, un colapso con derivaciones impredecibles en cuanto a gravedad o descontrol. Y, es probable, o seguro, con sangre. Digo, muertos: no es nuevo en Argentina, aún en años recientes. Menos desde 1955, cuando el derrocamiento del gobierno del general Perón hasta hoy.
Es una combinación de temor, incertidumbre, perjuicios reales muy sentidos, malhumor y disconformidad no declarados de forma explícita, percepción de que la situación general empeora, sensación interna de haberse equivocado de modo grave cuando se eligió y a la vez falta de valor y conciencia política en reconocerlo de modo público. Una vergüenza reprimida. Una percepción de sí mismo vergonzante -darse cuenta del error cometido y de que el adversario tenía razón- junto a la vigencia interior de un amasijo de prejuicios, indiferencias brutales y necias y ferocidades sociales frente a franjas comunitarias más débiles o simplemente diferentes por contar con menores posibilidades. En suma, un trasfondo de conciencia moral, política y social desagradable, inquietante, en algún punto inconfesable y de base racista y clasista discriminatoria torpe, ignorante, desinformada y altamente impiadosa e implacable en comunión con un pensamiento político de derecha estrecho e irresponsable.
En este magma de la subjetividad colectiva del antiguo 51% oficialista parece haber un común denominador: la irresponsabilidad, No hacerse responsable, excusarse y ocultarse mediante un sentimiento falso e improvisado para autotitularse ajeno al problema generado y sobre todo a su gravedad. En este sentido, el “apoliticismo” y sentimiento cívico de comportamientos, conductas y pensamiento públicos aparece de una pobreza y mezquindad que roza, o penetra, la ruindad y una altísima carencia de coraje social comunitario. De ahí, también, lo vergonzante, salvo en los sectores de derecha activados políticamente.
No me refiero al descontento expresado desde diciembre del 2015 por el 49% de opositores. En este sector, de clases medias y sectores populares parece, en simultáneo con lo anterior, haberse expandido un desaliento por momentos notorio, al menos en lo individual. Hay razones para ello: desocupación creciente, nuevos desempleados y despedidos de sus trabajos, inflación creciente, todos efectos de una ya perpetrada gran devaluación de la moneda y otra siempre en ciernes y seguramente próxima, la apertura de las importaciones y el consiguiente cierre de fábricas argentinas, más un colosal endeudamiento externo que acabó con las reservas genuinas del anterior gobierno y que visiblemente es imposible de pagar en cualquier futuro salvo con la entrega de territorio y sus riquezas, probablemente ya puestos como garantía de pago.
Por añadidura, la dos terceras partes de lo pedido prestado no se ha invertido en fábricas, como se prometió, y por el contrario se ha fugado con destinos imprecisos para favorecer elites de especulación financiera no reconocibles con claridad y nunca imputables. Hay movilizaciones multitudinarias en las calles de Buenos Aires y ciudades importantes muy activas en simultáneo con el creciente desaliento social-político, con oscilaciones en proporciones cambiantes entre las grandes exteriorizaciones de descontento y las abundantes muestras individuales de ira, furia, indignación, denuncia vociferante y algunas incitaciones a acciones reactivas drásticas aunque, por fortuna, no realizables -hasta ahora- y sin eco masivo.
Hablo aquí del temor y la percepción de desastre inminente que se ha apoderado de buena parte de las clases medias que votaron con el 51 % (responsable) las políticas del electo argentino (más de 12 millones de sufragantes entre 25 millones de electores). No apostaría a un cambio en los valores sociales y políticos sustentados por este 51%, sino a que han comenzado a ser víctimas de modo progresivo y cada vez más abarcativo y amplio de los perjuicios de una política para minorías que excluye al mercado interno, el consumo, a los pequeños comerciantes y profesionales y los buenos salarios para poder consumir y activar la economía. El gobierno, en realidad, anunció siempre el “enfriamiento” de la economía: es decir, menos producción interna y para eso se han bajaron los salarios o, lo que es lo mismo, estos han visto en menos de año y medio reducido en un 60 o 70 % su capacidad de compra y consumo.
La conclusión más común desde siempre en los sectores opositores políticamente activados reza: “Este modelo (económico de exclusión social) no cierra sin represión social”. El cavallo-menemismo, antecedente de lo votado por el 51%, sostuvo un modelo igual durante la década de los noventa sin tener que apelar a intolerables represiones masivas violentas. En los años noventa se apeló con más frecuencia al soborno y a ciertos “paliativos” sociales que actuaban como sobornos, comprensibles muchas veces por las necesidades acuciantes de amplios sectores de excluidos. La corrupción, inseparable de estos esquemas económicos neoliberales pasó de no denunciada y transcurrir desapercibida por la mayoría hasta la justificación cínica y la exhibición obscena en muchos casos, tal como sucede en países con mayor grado de deterioro y descomposición, como México, Honduras, Paraguay y Colombia y, en los últimos tiempos, en Brasil tras el golpe de estado institucional contra Dilma Rousseff.
Pero en el caso de Argentina con el alto porcentaje de “ingenuos” responsables del 51% que apoyó al electo a fines del 2015, el asunto es distinto. Por un lado es probable que los actuales malhumor y descontento, confesados con diferentes grados de explicitud y silenciamiento rumiante, obedezca a una simple razón de mezquindad y conveniencia individualista deleznable más allá de cualquier enjuiciamiento purista y moralista sobre esta última actitud. Dicho más claro: gran parte de ese 51% oficialista de fines del 2015 hoy está en estado de malestar porque les ha tocado a ella, porque los perjuicios comprende ya también a esa masa “oficialista”. Hasta hora, si los recortes de presupuestos y gastos sociales o en ingresos no afectaba a gran parte del antiguo 51% del electo, no se mostraba mayor disposición para preocuparse por los ya muchos sí afectados, en infinidad de casos en situación de indigencia o pobreza y aún con encarcelamiento sin comprobación de cargos por delitos que todos saben inexistentes: me refiero a la activista social Milagro Sala.
Esa es una razón de malestar: el perjuicio y desmejoramiento de la situación individual que crece y crece. Pero, aún así, el malestar y el descontento existe, están, y son válidos socialmente como elementos de reacción política frente a la injusticia distributiva. No es oportunidad ni cabe discriminar entre “buenos” y “malos” dentro de los nuevos descontentos o preocupados frente a las políticas del gobierno, la derecha regresiva más cerrada y cerril desde 1955. El sentido de revanchismo de esta derecha desde fines del 2015 es sorprendente y feroz. Cuesta concebir tal grado de odio clasista, de rencor social frente a la natural asignación de derechos sociales, laborales, de salud y previsionales, entre otros derechos. Un odio de clase tan acendrado, visceral y retrógrado, a punto tal que cabe pensar ya no en 1930, cuando la Gran Crisis y la Depresión del 29, sino en los estadios sociales anteriores a 1910, la de la antigua, anacrónica y solo objeto -hasta hoy- de estudio histórico de la llamada “república oligárquica”.
Debe sumarse que aquella fue una elite ilustrada, último eslabón de la que organizó el Estado argentino en el siglo 19, y esta de hoy es un círculo rico de ejecutivos de corporaciones y grandes empresas de alto burrerío y necedad, de ignorancia apabullante, solo preocupado por la chapuza del negocio fácil y millonario. Un sector de altísima y sorprendente vulgaridad, más allá que igual sorpresa cause que mucha gente -millones de individuos- la vieron -y ven- como un ejemplo de vida “exitosa” a imitar, seguir y votar.
Si en la inquietud, miedo y rechazo que hoy se expanden y crecen hay algún valor de conciencia política y social, y es posible que así sea -aunque resulte aún difícil de discernirlo y clarificarlo, dado que siempre ha sido un sector poco politizado aunque reaccionario-, es de hacer notar que carecen aún de una definición política clara que pueda exponerse. Junto al malhumor, hoy -tal vez en un futuro próximo cambie- permanece aún una ausencia casi absoluta de reconocimiento público y claro de haber cometido un error garrafal e imperdonable por ignorancia general y analfabetismo político en especial.
Esta ignorancia y analfabetismo político son algo previsible en dichos sectores por cierto muy amplios -la alguna vez llamada “mayoría silenciosa”-, que evitan comprometerse y conciben esta falta de compromiso cívico y social estúpido y suicida, autodestructivo, como una forma de astucia y lo actúan como recurso de supervivencia en diversos y sucesivos ciclos políticos de la historia. Aunque esta vez esos ardides y tretas de maniobras acomodaticias de corto alcance o habilidades y artificios de supervivencia los haga terminar en un precipicio que parece muy cerca, trágicamente próximo, si es que todo termina, como puede suponerse, con derramamiento de sangre en Argentina.
Un modelo económico como el impuesto hoy en Argentina, en la particular situación y ubicación en continuidad del país en el contexto latinoamericano y mundial, guarda la posibilidad concreta de que conlleve, en etapa final o aún abierta, acontecimientos gravísimos que solo ¿”cierren”? con sangre. De allí gran parte del temor que se percibe en la calle, en los negocios minoristas, en los taxis, en los transportes urbanos, en las colas de bancos, en conversaciones circunstanciales con agorería o preocupación aún dichas, muchas veces, “al pasar” o de manera supuestamente trivial.