PERRONE: LAS COSAS COTIDIANAS
La inercia de la rutina cotidiana vacía, con la pérdida de la esperanza y de la política
Escribe
AMILCAR MORETTI
Anteanoche (martes 7 febrero, a las 20) decidí ver un Perrone después de décadas de no hacerlo. «Las actos cotidianos», del 2009-2010. Fue en la señal de televisión de cable del Instituto de Nacional Cine (canal 36). La última película suya que había visto creo que fue «Ocho años después» (2005), o «La Mecha» (2003), no recuerdo bien. Eso, hace unos diez años, como mínimo. «Ocho años después» habla sobre ese tiempo -ocho años- pero transcurridos sobre personajes de su ya clásica y, creo, más valiosa serie de películas, la «trilogía de Ituzaingó», ciudad del conurbano bonaerense (1), territorio donde Raúl Perrone, cineasta de estilo y sustancia muy peculiares de la Argentina, en Latinoamérica y, me animo a sostener, en el mundo. El de Raúl Perrone es un estilo, forma y sustancia, construcción suburbana visual, «como si fuera de y sobre migrantes» o «los que quedaron después de la catástrofe», de la gran inundación.
«Los actos cotidianos» es una película registral. De registro, no aprecio tanto como documental -que tiene de documento- como de verismo. Registro verista. De ahí, su verosimilitud, su capacidad de ser creída como «verdad» o «documentalismo» -si esta última calificación le cabe mejor- de ser tomada como una crónica pelada, sin adornos ni eufemismos. No le advertí un «vuelo lírico», «inspiración poética», por así decirlo, vulgarmente. Si esa fue su intención, o uno de sus propósitos, no lo observé, o no lo logró. Pienso que no se lo propuso. No hay lugar en el escenario retratado para la «inspiración lírica», y si alguna vez lo hubo es dicho escenario social y humano -es probable- la «mataron» a fuerza de frustraciones y necesidad materiales.
La necesidad material -la falta de trabajo, los empleos inestables y precarios, los aprietes económicos diarios, la falta de dinero mínimo, la presión angustiosa de lo que falta o lo que sobreviene y no se puede enfrentar (un accidente, una enfermedad) matan o desplazan por mucho tiempo lo poético, la capacidad de simbolización en la subjetividad, y pasa a preponderar lo seco, los rústico, lo áspero.
Menos todavía hay humor. No hay humor en la mirada de Perrone ni en el pequeño grupo humano de estrato social bajo ni en ninguno de los personajes individuales de ese ambiente familiar. Tampoco hay lugar para el ingenio, el indicio socarrón, la sospecha de alguna sorna no explicitada, todos recursos de crítica social que parecían estar en la «trilogía de Ituzaingó», realizada y distribuida en video. Todo es adusto acá, todo a cara grave, a «cara de culo» creo dice uno de los personajes repitiendo la definición habitual de ese estado anímico que se utiliza en el conurbano porteño argentino.
¿Cómo resuelve Perrone esta construcción, esta ausencia de «poética lírica»? Primero, con cámara fija e iluminación natural, en color, oscura, en interiores. Cámara sin movimientos y luz natural urbana de abertura de vivienda sencilla en un pasillo de centro urbano pobre. No hay exteriores (salvo uno, al final), hay ausencia total deliberada de exteriores amplios que permitan ubicar la vivienda, que oficia de encierro y refugio a la vez. No se puede situar el búnker hogareño popular urbano en una calle, en un barrio, menos en una ciudad, aunque se imagine Ituzaingó.
No hay cielo, casi. Hay sí un cielo medio nuboso en un camino con una chica que corre por la banquina, la cámara la precede, con un pajarito en sus manos, quizás apresado en trampera. Un pajarito aún chiquito, achuchado, desprotegido y desbordante de miedo en las manos de la protagonista, que lo acaricia y enjaula. Pajarito silvestre, atrapado o perdido, quizás caído del nido o en un primer vuelo fracasado, en jaula pequeña, apresado: puede funcionar como metáfora, quizás metonimia de sentido social-anímico. Simbolismo, puede ser muy bien.
Cámara fija, luz natural en interiores penumbrosos, inmovilidad de los personajes, frases sueltas, comentarios breves, frío, mucho frío (se supone invierno) y alguna charla circunstancial sobre detalles sueltos de momentos cotidianos, entre ellos o con amigos, tensos pero sin trascendencia. Nada parece agradable, suave, suavizador, bueno o siquiera cómodo para ser vivido. Un accidente de moto, la presencia regular de la policía, encuentros no deseados, pasados (niños pequeños) cuyo momento grato se olvidó si es que se sintió alguna vez así, un muerto con cadáver en el suelo por horas (no queda claro si suicidio, ataque, herida en accidente), una llamada telefónica molesta, una llegada en hora imprevista. Nada se ve de estos pequeños hechos, también «actos cotidianos» : todo se cuenta, se relata verbalmente, y se discute, poco, casi sin ganas, dando vueltas sobre lo mismo, sin ánimo de extender nada.
Una presencia notoria es el tiempo, la dimensión temporal. Es un tiempo caracterizado por rutinas mínimas diarias, hogareñas, en pequeños espacios. Solo dos reducidos espacios casi en penumbras, sin sol: una cocina y un dormitorio. Una mesa de cocina, dos camas individuales donde los personajes se sientan a hablar. Mejor: se sientan a que pase el tiempo. Que el tiempo igual a sí mismo, sin expectativas, sin ilusiones, tal vez sin esperas, transcurra. Pase. Es un tiempo que se deja pasar a sí mismo. Es un tiempo no interesado en los humanos, en esos humanos, en los personajes, los protagonistas de la casita pobre, humilde.
Una presencia es la televisión. Es una presencia-ausencia. No se ve nunca el televisor sino a quien lo mira. La cámara se fija quieta en el quieto personaje que mira, que sentada en la cama (en general, la chica, la protagonista, las mujeres de esa casita) mira en silencio lo que dice alguien en el televisor y, es de suponer, se ve. No vemos lo que el personaje ve.
Tampoco se escucha lo que ellos escuchan. Una excepción circular: la muerte-suicidio de Michael Jackson, la estrella pop de la música norteamericana. La única noticia, la única «programación» que los personajes escuchan y que nosotros, como espectadores, también escuchamos. Después, el televisor, la televisión son una presencia que está ausente, fuera de cuadro, al costado de la pantalla. O bien es la televisión una pura ausencia presente. Ausencia presente o presencia ausente. Si se trata de una metáfora, no importa si deliberada y planificada o no, define bastante de la subjetividad y del estado anímico y situación cultural-laboral afectiva de los personajes.
Fuman. Los personajes fuman. Solos o compartiendo un cigarrillo entre varios, cigarrillos que se compran sueltos, de a uno. Signo de necesidad, de pobreza. Fuman en silencio, miran televisión. Están. No queda claro si estos personajes esperan. No se sabe si esperan algo. Es posible pensar que ya no esperan. Que no haya espera para ellos. El tiempo suele ser espera, y eso se siente porque suele ser un generador de ansiedad. La ansiedad es algo, que se padece, pero es algo. Aquí parece posible que ya no se espera nada. El tiempo pasa por otro lado, no por donde están estos personajes del conurbano. Son, parecen migrantes sin destino. Los que quedaron tras el cataclismo, en los años 90 el cavallismo, en la actualidad el macrismo, que empeora.
Al final, en el desenlace hay una escena, la única en exteriores, en un parque de juegos infantiles, donde se ven tres cosas por primera vez en la película: los exteriores con aire y espacio, un cielo limpio y celeste y blanco y la sonrisa de la protagonista. La única sonrisa de la película. La única y excepcional sonrisa de la personaje principal al ver cómo sus pequeños hijos y los niños se hamacan y juegan.
Entre tanto, él, el personaje masculino, suelta al pajarito, lo deja ir, abre su jaulita. Queda recostado, parado en el pasillo, en el gris, visto desde adentro de la vivienda. Aguarda. ¿Qué? Nada. Creo que nada. Sabe que no puede esperar algo, que no le ha tocado nada que esperar. Solo algo imprevisto puede ser.
Además, no habla. Está -están todos- en estado de inexpresividad. No pueden expresarse o no saben o no se les ocurre porque no tienen nada intenso que expresar, salvo un profundo desasosiego y desesperanza. Han perdido la esperanza. Les enseñaron que no les corresponde. La sonrisa de ella deja una semilla: aún hay algo, cierta fuerza depositada, imaginada, en el futuro posible -quizás, no se sabe- de esos niños que, tal vez, sean aguardados y puedan construir otro mundo.
(1) Hago la aclaración para mis lectores no argentinos. Se trata del conglomerado de ciudades y distritos formados o crecidos, espontáneamente, por lo general, alrededor de Buenos Aires Ciudad-Puerto. Son como cuatro millones de personas y los centros urbanos y distritos, en algún momento, o aún, nacieron y fueron industriales. Gran densidad humana, en general popular y de clase obrera, repito, al menos al principio. Nada refinado. Muchas cosas han cambiado: por ejemplo, desde los años 90, desde el neconservadurismo de Cavallo-Menem y ahora con el macrismo votado por el 51%, entre esas «cosas» del cambio tienen lugar central o definitorio la desocupación y los barrios privados con nuevos ricos rústicos y sin ilustración. Ordinarios, vulgares, «grasas» con o sin dinero pero siempre en condición de advenedizos. Los nuevos grasas, los nuevos «cabeza».