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LITERATURA
- 19/04/16
Cinco siglos de libros para disfrutar del sonrojo
Literatura erótica. Ñ ofrece a partir de hoy una selección de veinte libros de la mítica colección La Sonrisa Vertical. Homenaje a un género que desde la modernidad lucha contra la prohibición y el oscurantismo.
Cinco siglos de libros para disfrutar del sonrojo
Estamos en 2016. La literatura llamada erótica que triunfa en las librerías de los aeropuertos –y lo hace dos veces: porque se la nombra y se la compra como tal– es la saga Cincuenta sombras de Grey , Cincuenta sombras más oscuras , Cincuenta sombras liberadas y Grey , de E. L. James, que en cuatro libros suma 150 sombras (sombras, nada más) inspiradas en la publicidad capitalista que sin insinuación erótica no es nada, los juguetes de sex shop , los catálogos de lencería y ferretería, el melodrama burgués, la falsa inocencia y la postulación del sexo como un derivado delcrossfit sin los riesgos cardiovasculares del crossfit .
La cuenta corriente de E. L. James comenzó su camino a la lista Forbes por un canal inesperado: un fanfiction de Crepúsculo , de Stephenie Meyer, otra saga, en este caso de vampiros. Con un seudónimo, ingresó al sitio de los fanáticos de Meyer que escribían en modo de folletín variaciones narrativas sobre sus personajes, pero las cosas se fueron desplazando y se vio obligada a abrir su propia página que derivó en la venta de más de 30 millones de ejemplares al cabo de tres años.
¿Por qué ocurrió esto? La pregunta se ramifica. ¿Por qué semejante éxito en función de tan poca cosa? ¿Por qué ahora, cuando la pornografía es un espectáculo a cielo abierto que satura las pantallas? ¿Por qué el acto de leer regresa con una fuerza inesperada cuando todo hacía suponer que no hay tiempo para otra cosa que no sea ver? Tal vez porque leer –cualquier cosa, incluso los libros malos– sigue siendo una práctica todavía no superada de la experiencia erótica, antigua pero constante, y siempre orientada hacia un pasado de prohibiciones, catálogos indexados y oscurantismo. La lectura reactiva recuerdos de peligros y ambientes cerrados a la soledad radical. Comparte un mismo ecosistema con el sexo, esa actividad al mismo tiempo vital y fúnebre que Alexander Kluge llamó “entretenimiento concreto”, descripción que encaja perfectamente en la cosa “literatura”.
La lectura tiene todavía algo de infracción social que bordea el delito, como cualquier otra pasión improductiva que se tome en serio. Es un tipo de vagancia, y es esa experiencia, la de no estar con los otros, la que se va a buscar cuando se abre un libro. Además, los textos con escenas de sexo han sido siempre presionados por las leyes escritas o imaginadas. Por eso los libros sexográficos (recordemos que solo se trata de un sistema de representación: lo que Mickey Mouse es al ratón, lo que el mapa al territorio) son aquellos que uno no está leyendo. Excepto que haya una coincidencia entre consumo masivo y espíritu de época –siempre la hay– y el lector, en vez de replegarse hacia la oscuridad de su cueva donde atesora los libros como secretos diga, al menos hoy (mañana vemos): “Sí, yo también compré Cincuenta sombras de Grey ”.
Una memoria sobresaltada
Remontar la cascada del tiempo para fechar la era cultural en la que empezó a ser un tema de inspiración literaria lo que Osvaldo Lamborghini llamó “fiestonga de garchar” es una lucha infructuosa, pero es un hecho que para que la escritura erótica tuviera sus chances, tanto formales como de mercado, antes debió pasar por el cadáver de las ilustraciones y las esculturas. La Venus de Willendorf tiene entre 22 mil y 24 mil años, y los dibujos eróticos sobre piedra de Fezzan tienen 7 mil. A la literatura se la puede considerar un arte rezagado. La aparición de su vertiente erótica sucede recién en la Grecia antigua y se asoma con tibieza (la huelga sexual de mujeres que representa Aristófanes en Lisístrata hace 2.300 años es más bien un uso político del erotismo por abstención). Es la modernidad la que revela la necesidad escondida de introducir en el arte literario una presencia sensible del cuerpo y la intimidad psíquica.
Ahora bien, debería discutirse qué hay que considerar literatura erótica y qué no. Por ejemplo, ¿hay erotismo en El Aleph , cuando el narrador de Borges ve “las cartas obscenas, increíbles, precisas que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino”, su primo? Por supuesto que sí. Es el propio Borges el que ficha la historia del cuento como el de uno de esos aniversarios “melancólicos y vanamente eróticos” en los que se recuerda la muerte de Beatriz Viterbo. Todo el cuento puede leerse como la previa retorcida de una masturbación a la que se llega por el puente híbrido del deseo póstumo y el rencor.
En el mismo linaje abundante habría que anotar las largas escenas de “La prisionera”, el quinto tomo de En busca del tiempo perdido , en el que las idas y vueltas entre Marcel y Albertina Simonet, organizadas por la frecuencia de altibajos drásticos que emiten los celos, instalan una presencia muy intensa del sexo por medio de su imposibilidad. Porque que no se pueda, por la razón que fuere (en este caso porque Marcel es bueno esperando y Albertina es muy buena prometiendo), mantiene en un estado de vigilia inagotable la atención sexual, una de las experiencias de víspera más tensas en la historia de la humanidad después de la de la caza.
“En la memoria hay de todo”, dijo Proust. En la literatura también. De hecho es difícil detectar literaturas sin vestigios de sexo, al margen de que su presencia se manifieste por canales explícitos o furtivos. Está cuando está y cuando no está también. Está incluso cuando se escribe contra el sexo, como ocurre en Autobiografía del hijito no nacido , de Gustavo Adolfo Martínez Zubiría, alias Hugo Wast, donde la suciedad moral de la cópula, la concepción irresponsable y el aborto practicado a nivel masivo terminan componiendo una historia de tenebroso perfil snuff (la pornografía como carnicería) en la que los propósitos integristas que la impulsaron se pierden en el camino.
Estos veinte libros fueron editados entre el siglo XV y el siglo XX. En esos quinientos años se concentra de alguna manera la lucha sin cuartel entre los ejércitos ideológicos del oscurantismo (que en muchos momentos encontró auxilio en la espada) y el pensamiento libre. Tres títulos (dos de una misma autora) están firmados con seudónimo y otros dos son de autores anónimos, lo que insinúa una relativa tendencia autocensora; y trece pertenecen a escritores que nacieron o vivieron o murieron o estuvieron presos en París, una ciudad cuya catedral no en vano tiene un volumen notablemente inferior al de algunos de sus museos.
Es cierto que no hay colección sin sesgo (sin sesgo no hay nada: ni matemáticas), pero que esta se incline a reunir títulos extendidos durante quinientos años aunque concentrados en su mayoría en doscientos y en un escenario crucial de la cultura de Occidente, indica que la literatura erótica es un planeta creado por las fuerzas de la ilustración y el secularismo. El dios de esta religión libertina es sin dudas el Marqués de Sade, porque le dio a un género menor su prosa artística, la trascendencia del misticismo, el peligro de muerte y una organización dramática y escenográfica, es decir cultural, a los impulsos del cuerpo. Además de pagar su literatura con la cárcel, la locura y la persecución obstinada de su suegra (colmo del erotómano), que quería ver rodar su cabeza humeante en rodajas.
Para intrascendencia está la insulsa Paulina Reage (Dominique Aury) con su Historia de O, que aporta más a las intrigas administrativas y sexuales de la Editorial Gallimard de los años 50 que a las vanguardias de liberación femenina, y que le debe su fama a la frialdad apologética del prólogo, escrito por el amante de Aury, Jean Paulhan, que, como si le estuviera escribiendo una carta a la policía, no se cansa de resaltar la palabra “decencia”.
La frecuencia de la colección es cambiante. Memorias de una princesa rusa y Autobiografía de una pulga (que quizás haya inspirado Autobiografía del hijito no nacido, de Wast) deberían catalogarse como comedias sexuales con incrustaciones fantásticas. En las antípodas se alzan como monumentos de la angustia carnal los nombres totémicos de Marguerite Duras, Georges Bataille y Pierre Klossowski.
En El mal de la muerte y El hombre en el pasillo , Duras insiste con su prosa a contraluz, vacilante y sedienta de perfección, por la que siempre hemos sabido que el amor es un brote delicado que crece en campos minados, y que el sentimiento prototípico del hombre es la sordidez que acompaña la soledad como el óxido al metal y que la convalecencia del sexo no hace más que recrudecer (el después del sexo, en Duras, tiene algo del silencio que sucede a la catástrofe).
La historia del ojo , primera novela publicada por Bataille es, en cambio, una aventura extrema donde los hechos del sexo se encadenan como un plan de conquista ¿de qué? A simple vista, del enorme territorio donde tendrán lugar las perversiones por venir. Masturbación, ménage á trois , vampirismo, coprofagia, necrofilia, zoofilia y muerte son las estaciones de un viaje que culmina con el asalto a una iglesia y la violación de un sacerdote. La novela es de 1928 y su propósito, extraliterario, fue mezclar las trascendencia del sexo y la religión para hacer de ambos una sola materia sensible.
El caso de Klossowski es el de un personaje especial. Tanto él como su obra pertenecen por igual a los campos del silencio y el escándalo. En Esta noche Roberte introduce elementos novedosos para el género, pero de un modo tan indolente que pueden pasar desapercibidos. El espíritu del libro es teatral. Desde Sade no parece haber escapatoria de la teatralidad: el sexo solo puede representarse en la unidad dramática de la escena. Roberte, que concede sin saber lo que le pasa, es posiblemente el personaje femenino más atractivo de la historia de la literatura. Con una salvedad: se trata menos de un modelo de mujer que de una idea, el instrumento que Klossowski convoca para que todos los personajes que disfrutan de ella bajo la sombra del remordimiento se decidan a controlar “esta terrible enfermedad que tenemos de encontrar un culpable”.
Las relaciones peligrosas , de Choderlos de Laclos, parece estar por afuera de este catálogo a cambio de hacerlo latir en secreto, recordándonos que la literatura es otra cosa que el sexo. Es una novela (la única que escribió el autor, artillero e inventor de la bala calada) en la que el sexo se deduce por todo lo que se habla alrededor de él, y por los encrespados mares verbales que lo mantienen a distancia sin perderlo de vista. Se trata de una novela que se prepara para el sexo, que va en su búsqueda y que permite que se aloje en sus intersticios como esporas de una epidemia que tarde o temprano brotará en todas las direcciones. En la edición del Centro Editor de América Latina de 1982, Elvio Gandolfo –traductor y prologuista del libro– recuerda una frase de Baudelaire sobre Las relaciones peligrosas anotada en un borrador: “Si este libro quema, solo puede quemar al modo del hielo”.
Veinte libros de literatura erótica no hacen una tradición –tampoco la hacen cien– pero pueden funcionar como una memoria sobresaltada de los últimos quinientos años de un género al que también han aportado escenas memorables Cervantes y Joyce. ¿Si falta algo? Por supuesto. ¿Qué otra cosa que aquello que falta puede verse cuando ya se sabe qué es lo que hay? Pero quizás no sean autores lo que falte sino una relación más distendida de la literatura erótica (también de la tediosa pornografía de HD de la actualidad) con aspectos profundos de la intimidad humana como la concepción y el amor, los únicos tabúes del arte y la industria del erotismo, lo que la pornografía todavía no se anima a abordar. Esa manera moralista de dividir las aguas tiene una matriz conservadora en la que coinciden en aferrarse tanto los pornógrafos acérrimos como los censores más obstinados del planeta. Para ellos –y para casi todo el mundo–, tanto el sexo como el celibato deben asumirse y representarse sin impurezas.
Juan José Becerra es escritor. Es autor, entre otros, de El espectáculo del tiempo (Seix Barral).