DEL TACHERO PORTEÑO NACIDO EN MISIONES
QUE ME PARECIÓ BOLIVIANO PERO ERA DE
LEJANA ASCENDENCIA PERUANA
Escribe
AMÍLCAR MORETTI
Martes 24 de diciembre, madrugada.
2013. Argentina.
Estoy en Buenos Aires, de noche. Voy en taxi. Me acompaña una bella modelo francesa (¡en serio!). Hace sesiones fotográficas de desnudo conmigo desde hace más de un año, para lo cual la contrato. Ella me habla del tema del recuerdo, de la poesía de Silvina Ocampo y de textos de Anatole France y Proust referentes a esa cuestión sobre la cual ha de montar un taller literario en francés. El tachero me hace un comentario sobre el calor y los inconvenientes del tránsito por concentraciones populares recordatorios del final de la política de remate total de cavallo-menem, con más de treinta asesinados en la represión, hoy casi anónimos.
Cometo dos errores: uno, creer que el tipo celebra el recordatorio. Es decir, olvido desprevenido como piensa un tachero medio porteño-argentino. Dos: le respondo, entablo una conversación en mi sana locura pedagógica-reformista a la que nadie me llamó (es vocacional). En segundos el hombre me demuestra mi error y yo, incorregible como buen maestro de escuela -que lo soy-, agrego una tercera equivocación. El tachero comienza con el temible y rencoroso antikirchnerismo basado en la lista vulgar de las banalidades y lugares comunes y burros del prejuicio social, el racismo, el clasismo y la desinformación o información mutilada por la cultura mediática-sojera y rentista. Tercer error mío: trato de argumentar con razonabilidad y prudencia y con reflexiones intelegibles en torno a posibles causas y consecuencias del actual proceso político, en lugar de guardar silencio y de intercambiar con la joven francesa sobre la memoria, el recuerdo, el olvido en la literatura y el tango, del cual ella es apasionada seguidora.
En el curso de sus rencores el tachero me dice algo así como que «ustedes los argentinos siempre se refieren al pasado: que Menem, que la dictadura, que Perón, que Yrigoyen…» y ahí termina su enumeración. Según su juicio, esa alusión al pasado es un defecto argentino. En el ir y venir de réplicas le pregunto al conductor si es boliviano, dado que, con preconcepto, así hubo de parecerme por su acento y el tono de su tez mestiza aborigen. Y agrego otra pregunta inopinada: «¿Qué piensa Ud. de Evo Morales?» El tipo se encrespa y me corrige como si lo hubiese insultado: «Soy peruano». Y fuera templanza, aclara de inmediato: «Bueno, soy argentino». «Ah, le pregunto por el acento. ¿En qué provincia nació?», la sigo. «En Misiones», dice con voz más baja. «Soy argentino, y mi padre también y mi abuelo también. Mi bisabuelo era de Perú». No conforme, me grita: «¡Usted es más boliviano que yo!» Le aclaro que no soy boliviano sino «argentino y latinoamericano, y estoy orgulloso de eso». Vuelve a gritarme «¡Usted es más boliviano que yo!» Le replico de nuevo y así tres veces: «Soy argentino y latinoamericano y me siento hermano de los peruanos, bolivianos y todos los latinoamericanos».
Fuera de sí, me pregunta a qué me dedico: «Soy periodista». Sin pausa, me acusa: «¡Ah, pagado por el gobierno!» «¿Coimero, me dice usted?», le pregunto enfadado y absolutamente fuera de contexto. Me lo confirma: «¡Coimero!» Trato de explicarle que trabajo en una empresa privada, que casi toda mi vida lo hice y que soy un asalariado. El tipo lanza la carcajada. Se ríe en mi cara varias veces. Para esto, la modelo francesa especializada en literatura tras arrinconarse en el lado opuesto a mi lugar se ha bajado del auto donde hace unos segundos hemos parado. Pago y antes de bajar, le digo al argentino nacido en Misiones: «¿Sabe qué? Si yo parezco coimero porque trabajo de periodista usted parece cana y alcahuete por las barbaridades de que dice!»
Estoy fuera del auto y camino tratando de emparejarme con la señorita de Francia mientras el tachero me cordonea con el auto y me sigue con insultos varios metros: es de noche y hay gente que mira, transeúntes. El tipo insiste en insultarme detrás de la ventanilla y con la puerta del auto semiabierta: por un instante, en desquicio notorio, siento deseo de dejarlo adelantarse, decirle algo y cuando baja -suelen hacerlo con fierro o bate- recordar mis veinte años y pegarle un repetido uno-dos en el rostro. ¡Uno-dos, uno-dos, uno-dos! Repetidos, secos al mentón. Volverlo dentro del auto. Por suerte no lo hago y le pido disculpas a la muchacha. Me responde que le ha dado mucho miedo pero que eso era una de las cosas por la cual había decidido venir a vivir a la Argentina: «Por esa pasión que los argentinos ponen en las cosas». Después, me mira y se sonríe mientras me hace un gesto apuntado a la lejanía. Presto atención: se escucha el retumbar de bombos en la noche, aún.
Ah, y lo principal: ¡Feliz fin de año y feliz año nuevo!