MIS TRABAJOS Y DÍAS

Zona de back lash: Douglas Fairbanks ya no puede

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Están en silencio, con bronca reprimida, acumulada, contenida peligrosamente esperando que esto tan frágil se venga abajo, por una razón u otra. Hablo de la gente común, o al menos de una gran parte de ella. En ese estado, una chispa casi siempre incendia el bosque y no queda nada de lo intentado en materia de reparación, aún la muy moderada”.

 

Douglas Fairbanks, Mary Pickford, CHAPLIN, GRIFFITH

 

Escribe
AMILCAR MORETTI

 

 

                      Están a la espera de que esto se caiga. Se huele, se percibe, lo he vivido y visto al menos tres veces en las últimas siete décadas. Dado que “las cosas cambian” -lo mismo cambia, lo igual o semejante cambian-, primero que todo, el silencio. El silencio, una ausencia de palabras que hace escuchar muy bien el sentido de no hablar en determinadas ocasiones, en actos puntuales o comunes. O bien -observo-, cuando se mira televisión en público y de la pantalla sale un decir discordante con la corriente media vulgar de fácil opinión política (1) formateda por años. Por allí anda, me parece, mucho de la “banalidad del mal” a lo Hannah Arendt.

 

 

Están en silencio, con bronca reprimida, acumulada, contenida peligrosamente esperando que esto tan frágil -el hoy argentino desde mediados de diciembre pasado-, que esto se venga abajo, por una razón u otra. Hablo de la gente común, o al menos de una gran parte de ella. En ese estado, una chispa casi siempre incendia el bosque y no queda nada de lo intentado en materia de reparación, aún la muy moderada. O solo queda aquello que sirve al poder concentrado (y muchas veces dependiente) y a un grupo-multitud más o menos acomodado que solo piensa en sí mismo, y no se siente parte de una sociedad extendida, de una república soberana y menos aún de aquello que todavía algunos llamamos Patria, en un regionalismo subcontinental independiente.

 

 

Se me ocurre que ese silencio del sentir y decir reprimidos se sustituye, se “expresa”, se convierte en Cultura del Maltrato. Más preciso: Cultura del Desprecio, instalada en Argentina. Entre otros muchos factores, creo que es producto de un sentimiento oculto de frustración. Las ilusiones del consumo, del derroche no coinciden con la realidad fáctica. Sucede en las clases populares, bajas, y casi únicamente sobre ellas se subraya el ejercicio que hacen de la agresión o la violencia alcoholizada y química. O espontánea, agazapada. “Acting out”, decíamos en psicodrama. No hay mediación de lo reflexivo y se apela al acto, brutal, torpe, insultante, desafiante.

 

 

Ese ejecicio de la agresividad individual y colectiva, esa Cultura del Desprecio y el Maltrato -a veces muy contenido- se advierte también, de modo notable, en las diferentes fracciones de las clases medias. El modo de saludar (o no saludar), la ofensa en la punta de la lengua, la actitud defensiva y al ataque permanente, el comportamiento con liviandad en actos cotidianos con una carga de peligrosidad a punto de explotar, el apuro para tratar al otro (o desembarazarse de él), la indiferencia ante las necesidades extremas del otro, y una larga lista que se observa por ejemplo en el manejo de autos flamantes o destartalados.

 

 

Y también, debo decirlo, observado en la actitud arrebatada -no mediada-  (el “acting out”) por parte de jóvenes, no solo varones sino también chicas. A eso a veces lo he escuchado describir como “empoderamiento”, con un sentido y praxis que nada tiene de lucha de liberación de cualquier opresión. Toda una concepción para encarar al mundo y a los demás que en su franca y explícita agresividad, impaciencia, intolerancia, se observa en pibes y pibas empatotadas y en imprevisibles reacciones individuales. El insulto a flor de boca o la indiferencia displicente con que se evapora a mayores tardíos y niños pobres. El otro no existe. Que no joda, que no se haga notar, que no interpele por simple presencia física. Tiene algo de Videla: el otro es una “entelequia”, no hay desaparecidos, no existen, no son, no están, son una idea “platónica” y delirante de los que han sufrido lo impensable, lo indecible.

 

 

Subo a un taxi mientras el conductor escucha radio sobre el asesinato en grupo de un pobre pibe por parte de entrenados deportistas. Un caso público, que a mi entender es solo el botón de muestra de una sociedad, o el estado epocal de una comunidad que en algún momento llegó a tener alto grado de organización. La comunidad organizada. Le pregunto al taxista su opinión sobre el homicidio con alevosía y goce, brutal, y me comenta que sucede todos los días, todas las noches, en la ciudad. Matar a patadas. Patadas en la cabeza y el bazo, con la víctima fuera de juego ya en el piso, indefensa e inconsciente. El resto, muchos o pocos, observan, miran para otro lado y apuran el paso. Una piba corajuda y generosa intenta reanimar al ya casi muerto.

 

Visito a un especialista en un centro de salud y me trata con sorprendente  grado de agresividad: “¿Qué es esta porquería?”, me dice por una cura casera -y efectiva- previa por ausencia en la ciudad en enero de profesionales en clínicas privadas, sostenidas por el Estado u obra sociales de obreros y empleados. La mayoría de esos expertos ha salido de vacaciones y los que quedan dan turnos para marzo o abril. El que me toca a mí (gracias a la mediación de un sencillo médico generalista que visito desde hace muchos años), después de decir(me) porquería, a mí, a mi cuerpo, no comenta nada. No me describe nada. Debo sacarle cada respuesta. Hay allí una actitud de desprecio. Considera que no merezco explicaciones. En el consultorio veo varias personas de alta edad y nivel educativo elemental, probablemente. Ellos no preguntan. A ellos se los puede tratar con condescendencia que en verdad es desprecio brotado de la ignorancia y vulgaridad de alguien que se siente “triunfador”. Hasta se permite una alusión política que yo no he requerido, aunque podía imaginarla. Es un combo mercantil grasa, vulgar, adinerado. Un mecánico que echó buena con algunos motores caros. Prácticamente me desaloja con la mayor premura.

 

 

No son los chicos del choreo. Son chicos de secundario o universitarios, también, de clase media. Entrenados para pisar al otro. No hace falta que peguen patadas a un muerto o prendan fuego en la calle a un sin techo, un ser humano descartado . Lo veo y siento cada vez más seguido. Es una forma cultural. Si intento un razonamiento político, debo decir que es un largo proceso de deterioro ético-intelectual-emocional que viene, creo, desde 1955. Se activó de modo siniestro entre 1976 y 1983. La sociedad “no sabía”.

 

 

Ese proceso volvió a cocinarse en la década del 90. Hubo un interregno y explotó en diciembre del 2015, con el 51 por ciento de votos, 12 millones de personas entre 25 millones. Creo que todos esos chicos -pobres o acomodados- son hijos de un fondo oscuro que se mostró en esa elección: votaron por ello, con carga de odio social y discriminación racista entre los mismos pobres, desocupados, trabajadores, empleados y clase media profesional. Cuatro años después hacen silencio, no hablan, no comentan, salvo reacciones racistas y clasistas horrendas. El “negro” critica al cabecita negra. El “negro” se mira en el espejo y se ve blanco con el último Iphone y zapatillas de marca, carísimas. El “blanco” se ve blanco, pero en verdad es mestizo, con una oscuridad no revelada.

 

 

Votaron así en el 2015 y ahora se sorprenden por los resultados, aunque muchos hayan hecho dinero, de una u otra forma. Pero piensan -o sienten, no son boludos-  que a una buena porción de esos 12 millones le fue mal, que hoy está peor después de cuatro años. Están irritados, ofuscados, intemperantes. Impacientes. No hablo de elites u oligarquías, no. Hablo de gente común, de sectores populares de la base de la pirámide y de profesionales o técnicos de alguna parte de las clases medias.

 

JOAQUIN PHOENIX. (de TN.com)

 

Voy a una farmacia a comprar un medicamento de alto precio que, afortunadamente, me cubre el servicio social de la parte del Estado que aún sobrevive, después del 2015, pero que parece agonizar. Un medicamento para una gran compañera afectada en su momento por grave dolencia. El farmacéutico, en cuyo comercio gasto un monto apreciable de dinero mensual, me promete el producto farmacéutico para diez días después. Promete avisarme por teléfono. Pasa el tiempo y un día antes de la fecha estipulada se lo consulta, con preocupación por la demora. El farmacéutico no se ha comunicado conmigo. Al consultarlo me anuncia que no consiguió el imprescindible producto y que cierra por vacaciones. No  avisó con antelación, para que previera la compra en alguna gran farmacia del centro de la ciudad, y en consecuencia tuve que pagarlo a alto costo de mi propio bolsillo. Desprecio. “Yo no soy responsable de que vos te enfermes. Es que vos fracasaste. Es tu culpa”, sería el concepto. Impiadoso.

 

Una modelo de otra ciudad, ya no muy niña -yo trabajo desde los 18 años por un salario, un salario bueno a veces, muy bueno otras, no tanto en ocasiones-, se conecta conmigo para sesiones de fotografía con contrato y con honorarios que yo pago, siempre. Se arrepiente. Me avisa de ello. A los meses, reaparece, y ante algunas preguntas mías para saber con quién trato o voy a tratar desgrana una serie de confesiones. Pido detalles, para hacer el balance.

 

 

Las personas modelos mujeres en ocasiones tienen un temor natural, espontáneo y también estimulado mediáticamente. Se comprende: estarán persona a persona con un desconocido -para ellas-. Pero nunca piensan que yo también tengo temores, tomo recaudos. Yo tampoco conozco a esa persona modelo mujer. No sé si es Sharon Stone en “Bajos instintos” o   Bridget Fonda en “Mujer blanca soltera busca…” invadida por Jennifer Jason Leigh. O  terminar en Colin Farrell con cinco mujeres comandadas por Nicole Kidman en “El seductor”, película -vale destacarlo- dirigida por una talentosa Sofía Coppola sobre la base de una versión anterior con Clint Eastwood. Sofía Coppola es reconocida y orgullosa lesbiana, no es machista ni patriarcal. Ha hecho muy buenas películas. O James Caan en “Misery” enlazado por Kathy Bates en una cama ideada por Stephen King, el de “The shining” (“El resplandor”). No exagero, he tenido casos sin consecuencias pero, digamos, causantes de malestar. En fin: en el caso de la modelo tras analizarlo bien la llamo para decirle que no voy a trabajar con ella. Lo acepta. Pero sigue conectada por internet, por donde -inoportuno- le hago una observación sobre una broma que comparte y que me pareció gorila.

 

 

Siempre borro o bloqueo a postulantes con las que no sesiono. Esta vez, por cortesía, al seguir conectados desde el Gran Buenos Aires, no lo hice. Le envío una escena muy linda de una película sesentista con el malogrado Patrick Dewaere (se suicidó de un tiro en 1984 en París) cuando ya casi era un actor más valorado que Gerard Depardieu, de su misma generación. La película es “F…como (Douglas) Fairbanks”, amorosa narración de una ilusión de amor con la siempre recordada Miou-Miou.

 

 

Ella me contesta de inmediato desde el Gran Buenos Aires “para qué le envío” esa hermosa y célebre escena en que vuelan por París en una alfombra de Aladino. También se las envié a mis hijas, nieta, a unas amigas y otras personas, se la mostré a mi compañera de vida con una emoción melancólica por aquel cine disconforme, ya lejano. Hacía unos 40 o 50 años que no revisionaba algo de ese lindo filme. Acto seguido, la interlocutora me despacha algo así: “Si no vas a hacer fotos conmigo, el resto de vos no me interesa”. Ahora soy yo el que bloquea. Es inútil tratar de informarles quién fue Dewaere junto a Depardieu. Y menos quién fue Douglas Fairbanks. Sus películas de espachín y aventurero, de la etapa del cine mudo, yo las veía varias décadas después, a mis cuatro o cinco años, en el cine parroquial del pueblo.

 

 

Una disputa silenciosa, contenida del lado que desde hace mes y medio se obliga a silencio para no mostrar su rechazo, su odio, su furia, su frustración. Que hace esfuerzos para parecer progre y que, cuando emite juicios u opiniones, le brota con formas clasistas y racistas, un reconocible odio social, de clase, ficcional o no. El “negro” critica al negro por ser negro. Y le dice, despectivo, “bolita” al hermano boliviano que tiene su misma tonalidad de piel. A ello se suma una agitación femenina -venida del norte- con actitud castradora y punitivista frente al macho o varón rústico, ignorante o burro, universitario o muchacho del cordón metropolitano pobre. “Dale, pegale, matálo”. Todos los tipos son detestables. Es como decir “todas las mujeres son putas o brujas” Lo escucho a menudo. Me siento un moro judío que vive entre cristianos, al decir de Jorge Drexler, premios Oscar y Goya.

 

TAXI DRIVER. SCORSESE.

 

Si se tira demasiado de la cuerda, se rompe. Se sabe. Esa ruptura creo que está a la espera. Y entonces de nuevo, desgraciada, trágicamente, se reproducirá el “back lash”, como dicen en Estados Unidos para referirse al embate de los sectores más conservadores y reaccionarios que volverán a retroceder los mínimos avances prometidos por un gobierno nuevo maniatado casi como matambre con una deuda externa e interna impagable. De allí -y de biografías individuales y novelas familiares (al decir de Freud)- la bronca contenida, no expresada, que ha de estallar en el momento previsto o menos previsto con el peligro de que una mañana nos desconozcamos unos a otros.

 

 

En fin, que noto una impaciencia y dificultad de comunicación recíproca, de interlocutor válido, y a cambio hay un orgulloso proceso de estrechez de sensibilidad que goza con lo despiadado. Esa impaciencia hace más frágil e impensable el futuro, aún el más inmediato. Copio: O inventamos o nos destruyen.

 

 

(1) Algunos hablan de “mainstream” en opiniones o “juicios” de extrema ligereza o malintencionados -no reflexiones, no pensamientos críticos-. “Mainstream” (político televisivo) , término tomado prestado del espectáculo y el cine de Hollywood.

 

ANTON CHIGURH, por Javier Bardem

 

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