«Exuberance is Beauty», «La exuberancia es belleza», sentencia William Blake (Londres, 1757-1827) en uno de sus «Proverbios del infierno» en el «Matrimonio del cielo y del infierno» (pág. 27, ed. Need, Buenos Aires, 1998). Y esa exuberancia barroca, alegre, socarrona y piadosa, performativa de una realidad hoy más Real que nunca, es la que trajo al cine Federico Fellini, el último gran poeta católico de la imagen en movimiento. Un narrador fílmico, indisociable de la música de Nino Rota, discreto en su crítico catolicismo solo implícito y tentado siempre vitalmente por la aparatosidad del «pecado» de las mujeres tan carnales como misteriosas, maternales y huidizas. Fellini, de cuya muerte se cumple hoy jueves veinte años, anunció la Europa de hoy como un profeta que recoge la herencia chaplinesca del cinematógrafo, el circo, la religión y la duda, el cuerpo y sus contradicciones, la burguesía muerta y el psicoanálisis y el sueño, junto siempre al deseo del sexo como forma de aferrarse, con desesperación, a la vida que se desvanece con forma de mujer mamma barroca. (AMILCAR MORETTI)
Nunca me quedó claro si al comienzo de «La Dolce Vita» Jesús colgado de un helicóptero huye despavorido de los que vino a salvar, o si bien le dan el raje por personaje molesto e indeseable en la Roma que prefigura lo berlusconiano como extremo inimaginable 40 años antes. Quizás, desesperado, Cristo hace su último intento de llegar a todos lados. Creo que Bergoglio, un jesuita con perspectiva, algo sabe de esto. Ante la crítica escandalizada vaticanista de la época, fue también un jesuita solitario el que entendió el mensaje claro de Federico Fellini, el último pudoroso y socarrón gran maestro católico del cine mundial.
Escribe
AMILCAR MORETTI
Jueves 31 de octubre del 2013.
La Plata. Argentina.
(fragmentos de la nota que el diario EL DIA de la Argentina, en La Plata, publicará este domingo 3 de noviembre en su revista dominical)
¿Por dónde reconocer a Fellini como el último gran católico del cine? Por su mirada moralista aunque socarrona sobre el suicida despilfarro, la frivolidad y payasada de una cultura que no resiste más y hoy peligra con augurios de tragedia. Por su moralismo casi puritano y severo aunque bien burlón y circense, y a la vez por su obsesión sexual, su erotomanía indisimulada y farsesca, que se da el gusto –años después- de registrar al feminismo radicalizado en “La ciudad de las mujeres” (1980) con un ojo que no encubre la mentira: en el fondo, también en ellas, está el deseo, fuente de todo. Patriarcal, matriarcal, Fellini, hombre de familia y casado inseparable de Giuletta, que lo comprende y lo sigue sin renuncias, repito, Fellini lo explicita en la célebre escena de la residencia amurallada de Capsone, el último maschio, cuando una mujer en la fiesta –cual encantadora de serpientes- absorbe con su vagina –en cuclillas como en parto natural- el río de monedas. Tal el poder femenino, en correspondencia con el masculino: “ver en el sexo opuesto a su más peligroso pero imprescindible adversario”, como definió con claridad el español Vicente Molina Foix (“El cine estilográfico”, Anagrama, 1993, pags. 303-304).
De la frívola y extenuante exterioridad de la alta burguesía cada vez más semejante a una farándula suicida, que ni siquiera parece darse cuenta de que el poder reside ya en otro lado y se ha hecho tan abstracto que nadie lo encuentra ni puede precisarlo; de los oropeles de sus cardenales de raso lujurioso, Fellini pasó a rebuscar en su interior y apeló al psicoanálisis, el surrealismo, lo onírico, el cine hollywoodense de los años 30 y 40, el circo con sus brillos, payasos y enanos, y al final, la televisión, obra maestra en llevar al extremo lo freak. En “Ginger y Fred” habló del pasado irrecuperable de una idealización surgida de una tragedia (la crisis del 29) pero que en el presente no cierra ni alcanza para dar cuenta del circo mundial de la bicicleta y las burbujas que explotan una tras otra. Los pasillos de un gran canal de televisión, con su mundo de extravagantes, malabaristas, deformes, chicas fáciles, coristas, viejos galanes, fenómenos de la belleza femenina y de la artificiosidad de plástico no son más que el teatro chico del gran cabaret y gran casino planetarios.
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Conmovedora evocación.