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A 20 años de la muerte de Fellini, nota de AMÍLCAR MORETTI en el diario EL DIA de la Argentina. Fellini performatizó al crear y definir un Real felliniano, como hay otros kafkiano, borgeano, buñuelesco, quijotesco, lyncheano, dickensiano, becketiano y discepoliano

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 A veinte años de la desaparición de Federico Fellini. AMÍLCAR MORETTI, titular del dominio EROTICA DE LA CULTURA  escribe una extensa nota para el diario EL DIA, de la Argentina, que aquí se reproduce íntegra.

Fellini dialoga con Bergman, junto a la actriz Livv Ullman, la compañera del segundo en este momento, años 60.
Fellini dialoga con Bergman, junto a la actriz Livv Ullman, la compañera del segundo en este momento, años 60.

 

Fellini dialoga con Bergman, junto a la actriz Livv Ullman, la compañera del segundo en este momento, años 60.
Fellini dialoga con Bergman, junto a la actriz Liv Ullman, la compañera del segundo en este momento, años 60.

La socarronería del último moralista católico  

 

Por AMILCAR MORETTI

 

 

                         He sobrevivido a la noticia de la muerte de muchísimos maestros del Copia de Perfil. amilcar moretti, 2012 P2250098cine mundial: Orson Welles, Hitchcock, John Ford, Billy Wilder. Bresson, Truffaut, Chabrol. Tarkovski y Akira Kurosawa. Fritz Lang y Erich von Stroheim. Glauber Rocha y don Luis Buñuel. Ingmar Bergman. Visconti, Antonioni, Pasolini, Francesco Rossi. Fellini, un 31 de octubre. Pero únicamente con Federico Fellini me sucedió algo peculiar y contundente por lo emotivo: me llamó por teléfono una desconocida conmovida hasta el sollozo para compartir conmigo esa desaparición definitiva de alguien muy querido. No recuerdo qué dije pero sé que en esa mujer se había hecho un hueco grande que retiraba apoyo sustancial a su sentido de vida.

                    Casi nada puede hacerse sentir al otro si en su momento no lo sintió o no vivió la experiencia original. Cuando en febrero de 1960 se estrenó “La Dolce Vita”, a Fellini, presente en la sala, lo escupieron en el rostro y una señora paqueta al “estilo Baseotto” le deseó (sic) “morir ahogado en el mar con una piedra atada en el cuello”. Mi madre, en el pueblo, se tomaba la cabeza al escuchar por radio los comentarios alarmados sobre la película. También le había sucedido poco antes cuando Elvis movió la pelvis y los jóvenes bailaban rock “Al compás del reloj” con Bill Haley en la oscuridad parpadeante de los pasillos de las salas de cine.

                          El mío no era un hogar devoto y mi padre fue uno de esos radicales yrigoyenistas que había conspirado, revólver al cinto, en la peluquería provinciana entre chistosos que fraguaban voz para la crítica política: “¡Cuervo, cuervo!”, he escuchado decir entre risas cuando por la vereda de enfrente pasaba la sotana negra del cura. No había nada particularmente moralista y si bien la represión sexual-moral se hacía sentir en toda la población, en paralelo flotaba en casa una laxitud implícita, irónica, como de guiño. Cuando en masa concurrimos a ver “La Dolce Vita”, entre pudor y escándalo justificador, se generalizó el estupor porque el intelectual y pensador (imborrable Alain Cuny, a quien siempre vi igual a Samuel Becket) mata a su familia y se suicida en su residencia. Y sobre todo cuando Cristo con los brazos en cruz sobrevuela Roma colgado de un helicóptero: nunca estuve del todo seguro si huía despavorido o intentaba llegar a todos lados, inquieto no por aquello que poco después sería “sexo, drogas y rock´n roll” de Morrison o Ian Dury, sino por los fariseos que ya se apoderaban de todo y de todos, destructores y autodestructivos.

La Sarracena, la Saraghina, personaje de leyenda en el cine de Fellini.
La Sarracena, la Saraghina, personaje de leyenda en el cine de Fellini.

EL MAS CATOLICO

 

               Fellini, nacido en la provinciana y bella Rímini, al este de Italia, sobre el Adriático, antes de los 20 años huyó a Roma, con la imaginación desbordada por Chaplin, las historietas norteamericanas y el circo. Debutó en 1939, en pleno fascismo: se hizo periodista, dibujante, guionista de cómics y radio y trabajó en la productora de Vittorio, el hijo de Benito Mussolini. Eso no le impidió conocer y casarse enseguida con Giulietta Masina, su mujer de toda la vida, y trabajar con Rossellini para hacer la película fundacional del neorrealismo, la áspera antifascista “Roma ciudad abierta”.

                      Antes de “La Dolce Vita” Fellini no era un don nadie: había sabido ganarse dos Oscar con “La strada” y “Las noches de Cabiria” (¿recuerdan “Sweet Charity”?). Su cine ya estaba asociado para siempre con la música de Nino Rota. No hay Fellini sin Rota. De la delantera más mentada de su esplendor junto a Visconti y Antonioni, al que debe sumarse a Pasolini, Fellini –reservado y a la vez explícito- era el único católico, el único que retomó delirante, piadoso, melancólico, socarrón y burlón la compasión cristiana (nunca la tramposa resignación) de De Sica, el otro autor del neorrealismo que cambió al cine del mundo. Esto sin que la institución vaticana lo reconociera, salvo algún jesuita suelto que lo vio claro, como ya lo era.

                        ¿Católico Fellini? Por supuesto que sí, por eso tampoco le resultaba simpático al Partido Comunista Italiano, el más numeroso y fuerte de Europa capitalista, a un paso de ganar el gobierno por la vía eleccionaria 30 años antes que Allende en Chile. Resulta transparente en “La Dolce Vita”, solo que en vez de ocuparse de los olvidados como De Sica, Fellini fijó su mirada en la burguesía de la segunda posguerra mundial, que reconvirtió destrucción y pobreza en un desarrollo pujante vía Marshall concebido a sí mismo como apoderamiento progresivo de consumo y hedonismo.

                  Fellini fue un profeta: delineó a la perfección con décadas de antelación el “universo Berlusconi”, ya de desfachatez generalizada hasta la crisis actual que amenaza ser terminal. Por ahí anda hoy otro jesuita, Bergoglio, argentino, que también se ha dado cuenta que Fefé tenía razón. Hay que salvar las papas, por lo menos. ¿Por dónde reconocer a Fellini como el último gran católico del cine? Por su mirada moralista aunque socarrona sobre el suicida despilfarro, la frivolidad y payasada de una cultura que no resiste más y hoy peligra con augurios de tragedia. Por su moralismo casi puritano y severo aunque bien burlón y circense, y a la vez por su obsesión sexual, su erotomanía indisimulada y farsesca, que se da el gusto –años después- de registrar al feminismo radicalizado en “La ciudad de las mujeres” (1980) con un ojo que no encubre la mentira: en el fondo, también en ellas, está el deseo, fuente de todo.

                        Patriarcal, matriarcal, Fellini, hombre de familia y casado inseparable de Giuletta, que lo comprende y lo sigue sin renuncias, repito, Fellini lo explicita en la célebre escena de la residencia amurallada de Capsone, el último macchio, cuando una mujer en la fiesta –cual encantadora de serpientes- absorbe con su vagina –en cuclillas como en parto natural- el río de monedas. Tal el poder femenino, en correspondencia con el masculino: “ver en el sexo opuesto a su más peligroso pero imprescindible adversario”, como definió con claridad el español Vicente Molina Foix (“El cine estilográfico”, Anagrama, 1993, págs. 303-304).

 

 

Fellini, en Rusia, en uno de sus momentos de descanso y reflexión
Fellini, en Rusia, en uno de sus momentos de descanso y reflexión

 

 

ANTES DE QUE TODO TERMINE MAL

 

                     Fellini fue –es- un adelantado: un profeta más que un precursor: en sus ensoñaciones sugirió un apocalipsis (ahora bien próximo) que pasa por jolgorio. Como la cabeza del bello Terence Stamp que rueda como pelota frente a la niña que lo llama (“Historias extraordinarias”, 1968). Nadie como él para tomarse en broma –no hay otra forma para evitar el nihilismo desesperado, el suicidio- a la clerecía jerárquica, por ejemplo en “Roma” (1972), con su desfile de modelos de pasarela de obispos y cardenales, ostentosos, insensibles, desbordados de lujo y boato, herederos de los Borgia.

                         Fellini no era un anticlerical, como dijeron los implicados, sino alguien lúcido que advertía el derrumbe. Inclusive lo registra también en la política, con “Ensayo de orquesta” (1978), acusado de autoritario de derecha al señalar que el estado de asamblea y deliberación permanente descarrila en el desorden y caos de todos contra todos, hasta que alguien puede retomar la conducción que reencausa todo con equilibrio y armonía, si lo que se quiere es que suene bien la melodía del mundo. No habrá sinfonía si no hay orquesta.

                      Cierto es que en Fellini hay dos áreas bien definidas que él recorre: con una indaga en la obsesión sexual y su vínculo con un mundo que careciente de sentido que prueba con la pulsión de vida primera: Eros, en versiones históricas como “Satyricon” (1976), en que retorna a Petronio, y “Casanova” en que deja maltrecho a un Donald Sutherland en performance de riesgo, y que si es recordado dentro de medio siglo, lo será apenas por este sacrificio. Fellini trabajó siempre en el borde, cada vez más, entre lo histriónico y la exuberancia, entre lo exagerado y lo hiperbólico, nada en él fue ni quiso ser rutinario. Mostró el mar como una vaivén de plástico negro (“Y la nave va”, 1983).

                        Mostró lo suyo solo a través de la locura barroca, enredada en sí misma dentro de una cultura que ve tanto como triunfante y hegemónica así como camino garantizado al desastre. Y la misma erotomanía que en sus películas convirtió a Marcello Mastroianni (su inseparable alter ego) en seductor y esclavo de cuanta mujer voluptuosa apareciera (son legendarios los castings personales de Fefé de cientos y miles de mujeres barrocas desnudas), tuvo también su versión interior, subjetivista, en la otra superficie confesada en su desbocado afán erótico: la Sarracena, la Saraghina, mujer voluptuosa a la que los chicos pagan para que mueva sus caderas en la arena de la playa, personaje de leyenda que hace a la idea de “pecado” inherente e insoslayable para la civilización del oeste (occidente). La Sarracena es una Venus que viene del otro lado del Mediterráneo, de otro mundo que no puede ser más que el del inconsciente, el cine y la televisión.

Fellini con Masina, en una de las típicas fotos que les gustaba sacarse a los dos.
Fellini con Masina, en una de las típicas fotos que les gustaba sacarse a los dos.

                           

                       Tanto en “Ocho y medio” (1963) o en la incompleta y etérea “Giulietta de los espíritus” (1965), dedicada a su esposa como disculpa y a la vez como pedido innecesario de aceptación (allí están sus mujeres, Anouk Aimeé, Claudia Cardinale y Sandra Millo, siempre misteriosas, inaccesibles, carnales, comprensivas, maternales, dominatrices que el seductor no puede agotar en todas las posesiones de su vida). Innecesaria aceptación porque Gelsomina, la pequeña Massina, es la virgen que entrega su vida en “La strada” mientras que el coloso Zampanó (otro inolvidable, Anthony Quinn) comprende que su fuerza se evapora como la de Sansón si no tiene a la payasita Chaplina a su lado para mostrar su brutez y vigor.

                        De la frívola y extenuante exterioridad de la alta burguesía cada vez más semejante a una farándula suicida, que ni siquiera parece darse cuenta de que el poder reside ya en otro lado y se ha hecho tan abstracto que nadie lo encuentra ni puede precisarlo; de los oropeles de sus cardenales de raso lujurioso, Fellini pasó a rebuscar en su interior y apeló al psicoanálisis, el surrealismo, lo onírico, el cine hollywoodense de los años 30 y 40, el circo con sus brillos, payasos y enanos, y al final, la televisión, obra maestra en llevar al extremo lo freak.

                          En “Ginger y Fred” habló del pasado irrecuperable de una idealización surgida de una tragedia (la crisis del 29) pero que en el presente no cierra ni alcanza para dar cuenta del circo mundial de la bicicleta y las burbujas que explotan una tras otra. Los pasillos de un gran canal de televisión, con su mundo de extravagantes, malabaristas, deformes, chicas fáciles, coristas, viejos galanes, fenómenos de la belleza femenina y de la artificiosidad de plástico no son más que el teatro chico del gran cabaret y gran casino planetarios.

                   Fellini ha sido y es un creador performativo, o sea, al decir del lingüista y filósofo John L. Austin el lenguaje en Fellini ya no describe el hecho sino que tiene como misión y funcionalidad primordial crear ese mismo hecho, que es construido en la medida en que se lo enuncia. Valen para ello las palabras o las imágenes. Fellini es aún performativo. Todos somos fervientes creyentes de los medios de comunicación, la televisión en especial. El italiano lo mostró hace 30 años, para no referirnos a “El jeque blanco”, de 1953, en que Sordi queda convertido en el mismo Rodolfo Valentino ante la ingenua recién casada de provincia, que llega a creer que su Lawrence de Arabia televisivo se prolonga más allá de la pantalla.

                    Fellini es performativo porque él ha creado y definido lo felliniano. Hay desde hace décadas un real felliniano como hay otros kafkiano, borgeano, buñuelesco, quijotesco, lyncheano, dickensiano, becketiano y discepoliano, todo en paralela y turbia, alegre, ruidosa, grotesca y farsa trágica ante la que solo cabe reír, antes de volver a creer. Como en “Amarcord” (1973) y sus recuerdos masturbatorios de adolescente, lo felliniano es también lo dicho por el genio de William Blake (Londres, 1857-1827) en sus Proverbios del Infierno: “A fools sees not the same tree that a wise man sees” (El necio no ve el mismo árbol que el genio), “The nakedness of woman is the work of God” (La desnudez de la mujer es la obra de Dios), “Prison are built with the stone of Law, Brothels with bricks of Religión” (Las prisiones se construyen con las piedras de la Ley, los burdeles con los ladrillos de la Religión), “Always be ready to speak your mind, and a base man will avoid you” (Si siempre estás dispuesto a decir la verdad, el vil te evitará), “You never know what is enough unless you konw what is more than enough” (Nunca sabrás lo que es bastante hasta que no sepas qué es más que bastante). (“Matrimonio del cielo y del infierno”, págs. 21-29, Need, Buenos Aires, 1998).

 

Leer más en http://www.eldia.com.ar/edis/20131103/La-socarroneria-ultimo-moralista-catolico-revistadomingo1.htm

 

Fellini en una indicación actoral a Mascello Mastroianni, su alter ego, durante el rodaje de "8 y 1/1".
Fellini en una indicación actoral a Mascello Mastroianni, su alter ego, durante el rodaje de “8 y 1/1”.

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